El último film del maestro
del cine independiente estadounidense Jim
Jarmusch probablemente sea su creación más aclamada hasta la fecha, como
prueban los múltiples aplausos y galardones que ha recibido desde su paso por
un Cannes del que se fue de vacío para congoja generalizada. Nadie ha salido mejor
parado que su protagonista, Adam Driver,
quien, tras tropezar como el decepcionante villano de Star Wars. El despertar de la Fuerza (J. J. Abrams, 2015), ha dado
por fin con un papel que nos permita olvidar al icónico personaje al que sigue
dando vida en la genial serie Girls.
En Paterson
(2016) el peculiar actor encarna a un conductor de autobús y poeta
aficionado llamado Paterson que vive en —valga la redundancia— Paterson (Nueva
Jersey) en compañía de su novia y el perro de esta. Día a día, ella busca maneras de combatir la
monotonía con platos originales, actividades culturales y nuevos hobbies, pero
él, más sencillo, parece encontrar la felicidad en los pequeños
—rutinarios— placeres de la vida, peculiar contraste que podría ser meramente
anecdótico de no ser por el modo en que Jarmusch aborda a ambos personajes.
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Dos polos enfrentados en Paterson |
Como protagonista indiscutible del film al
que da nombre, Paterson se gana rápidamente la identificación del espectador
aun cuando su escasa expresividad no siempre permite entrever lo que pasa por
su cabeza. De este modo, aprendemos a valorar su tranquila existencia, que
comienza (como tantas otras) con el despertador, prosigue por la jornada de
trabajo al mando del autobús (con triviales conversaciones ajenas como sonido
de fondo), continúa por el hogareño reencuentro con su pareja y concluye en un
bar que ocasionalmente le depara alguna que otra sorpresa. Al igual que en
otras cintas del realizador como Mystery
Train (1989) o Noche en la tierra
(1991), el tiempo constituye el corazón de una obra narrada cadentemente de
lunes a lunes, contando los silencios y las pausas con tanta relevancia como el
sonido y los diálogos. Entretanto, las poesías que van naciendo de la rica
imaginación de Paterson dan un toque mágico a sus pequeños quehaceres, acentuando
el contraste entre la mecánica conducción de autobuses y la pasional creación
cultural. Por desgracia, la tercera etapa diaria, aquella que el protagonista
comparte con su compañera de vida, parece aprovechar el entumecimiento en el
que nos sume la película para transmitir señales harto reaccionarias. Así,
frente a la respetable cautela del protagonista, los constantes intentos de su
pareja por probar cosas nuevas (desde preparar un inédito pastel de brócoli hasta
tomar clases de guitarra) son constantemente ridiculizados, pareciendo querer
instar al espectador a contentarse con la aburrida seguridad que lo rodea en
lugar de luchar por sueños que no contar con los pies en la tierra vuelve
inevitablemente absurdos.