Mandarinas dio a Zaza Urushadze el Premio del Público y la Mejor Dirección del Festival de Varsovia |
Nada hay más
terrible que la guerra. Y así lo ha demostrado el séptimo arte desde sus
orígenes. Sin embargo, tanto hemos oído el «no a la guerra» desde la magnífica Sin
novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930) —la primera gran película receptora del Óscar—, que la frase parece haber perdido su valor. Conocemos los
estragos de los enfrentamientos bélicos y el absurdo hacia el que derivan.
Sabemos que enfrentan a las culturas entre sí y convierten en monstruos a
hombres corrientes. Recordamos que pocas confrontaciones tienen conclusiones
felices y que la mayoría concluyen por la desesperación de ambos bandos y no
por triunfo alguno: en la guerra, no hay victorias verdaderas. Quizá por lo
bien que nos sabemos la teoría, el cine bélico lo tiene complicado a la hora de
impactar al espectador y, lo que es más importante, de captar su atención. A
menudo, los manifiestos anti-belicistas más efectivos no se encuentran en obras
puramente bélicas, sino en aquellas que limitan las metralletas y explosiones y
se centran en los auténticos protagonistas de toda confrontación: las personas
atrapadas en ella. Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), Cuando
el viento sopla (Jimmy T.
Murakami, 1986), La tumba de las luciérnagas (Isao
Takahata, 1988), La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998) o Las
flores de la guerra (Zhang Yimou, 2011) son cinco excelentes ejemplos
de ello.