Antes de nada, hay que aclarar dos cosas. Para empezar, no existe la mejor película de la historia porque no tiene sentido comparar según qué títulos entre sí, con lo que este artículo se adentra inevitablemente en el terreno de la subjetividad. Para seguir, sí: trato El señor de los anillos (The Lord of the Rings) como una única obra de 10 horas, ya que los tres capítulos (La comunidad del anillo, 2001; Las dos torres, 2002, y El retorno del rey, 2003) se filmaron a la vez, son inseparables y comparten trama, estilo y calidad. Sin más dilación, aquí van mis 10 razones por las que El señor de los anillos es la mejor película de la historia. Sí, la mejor película. Sí, de la historia.
Una adaptación ¿imposible? Partir de un libro tan complejo como El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, puede ser un triunfo seguro o una maldición. A fin de cuentas, durante décadas se consideró "inadaptable". Pero entonces llegaron Fran Walsh, Philippa Boyens y Peter Jackson y, con sumo mimo, revisaron cada párrafo para decidir qué incluir y qué, inevitablemente, dejar fuera, realizando un trabajo de adaptación impresionante que rara vez se valora como merece (no suele hablarse del guion a la hora de alabar esta trilogía cinematográfica). Los diálogos están llenos de fuerza, las decisiones de los personajes siempre están justificadas, las dispares escenas se suceden de forma muy orgánica y toda la mitología está bien hilada, instándose a leer a Tolkien para saber más pero funcionando perfectamente la obra por sí sola.
Ritmo vertiginoso, pero nivelado. Pocas películas de aventuras logran un perfecto equilibrio entre la acción per se y el apartado más íntimo, pero El señor de los anillos sabe bien cuándo avanzar y cuándo hacer un descanso, gracias (como ya se ha dicho) a un guion excelente, pero también a un montaje harto fluido y un director consciente de que los espectadores necesitan respirar. Por ejemplo, el monólogo más sentido de Sam brota en pleno ataque de los Nazgûl y en el corazón de la batalla de Minas Tirith hay tiempo para que Gandalf y Pippin hablen poéticamente del final de todas las cosas o para que Éowyn se despida del caído Théoden.
Personajes inolvidables. Tolkien creó un magnífico grupo de personajes al que la adaptación cinematográfica saca gran partido sin temer dejar marchar a algunos de ellos (Tom Bombadil y Glorfindel, por ejemplo) para dar mayor protagonismo a otros (Arwen y Elrond, sobre todo). Hay muchísimos, pero todos ellos cuentan con una escena de presentación y otra de despedida, así como su momento de gloria en cada capítulo de la trilogía. La personalidad de cada uno es tan elaborada que ningún arco dramático se antoja cuestionable, lo que en absoluto conlleva previsibilidad. Mención especial, claro está, para el meticuloso diseño de vestuario de Ngila Dickson y Richard Taylor y el impresionante maquillaje, sobre todo porque en ambos casos se antepone el amor por los personajes al brillo del propio trabajo. (Aprovecho para recordar el artículo donde analizo el salto de los personajes del libro al cine).
Un reparto de ensueño. Cuando los personajes son carismáticos los actores y las actrices también deben serlo y El señor de los anillos tiene uno de los repartos más impresionantes de todos los tiempos, curiosamente sin apenas recurrir a estrellas. Cada intérprete se funde con su personaje, de modo que no vemos a Cate Blanchett, Christopher Lee e Ian Holm (no siquiera a ellos, que ya eran famosos por aquel entonces), sino a Galadriel, Saruman y Bilbo.
Pura épica. Que la carrera de Peter Jackson es irregular resulta evidente, pero su titánica labor en El señor de los anillos basta para contarlo entre los grandes del séptimo arte. Hay quien ve pretenciosidad en sus elecciones, pero no estoy de acuerdo: cuando el destino del mundo entero está en juego (Sauron es simple reflejo de nuestras peores pesadillas), la épica es inevitable, y efectivamente hay pocas películas más épicas que esta, pero tampoco hay muchas tan íntimas y sinceras. Vamos, que la sincronización entre fondo y forma es perfecta. La fotografía de Andrew Lesnie es majestuosa pero nada efectista (de nuevo, considerando que hablamos del posible fin del mundo) y pone el broche de oro a un trabajo técnico que pocos habrían logrado coordinar (insisto: chapó por Jackson). En serio: ¿quién no recuerda el ardor de las almenaras o la carga de los Rohirrim en los Campos del Pelennor?
Adentrarse en otro mundo. John Howe y Alan Lee son dos de los mejores ilustradores de la Tierra Media y contar con ellos para diseñar las películas fue muy acertado, pero no debemos quitar mérito al diseño de producción de Grant Major y Dan Hennah. Entre los cuatro, que por supuesto contaron con un inmenso plantel de colaboradores, dieron vida al universo fantástico más impresionantes de la historia del celuloide (con perdón de la galaxia muy, muy lejana de Star Wars), desde la apacible Comarca hasta el oscurísimo Mordor. Y lo mejor es que, gracias a la magia de Nueva Zelanda, casi todo lo que vemos en pantalla es real, sin necesidad del exceso de croma que caracteriza a las superproducciones hoy en día.
Una banda sonora única en su especie. Todo el plano sonoro de El señor de los anillos es impecable, desde los gruñidos de los orcos hasta el rugir de la batalla, pero, si algo engrandece esta película, es la música de Howard Shore, sin duda la mejor de la historia del cine (y esto sí lo digo con plena objetividad: a quien no lo crea le invito a ver los vídeos de Jaime Altozano). No solo hay un tema para cada personaje, sentimiento y espacio, sino que hay un trabajo impresionante de fusión de todos ellos, de forma que cada nota musical está plagada de significado, además, claro está, de emoción. Basta de hecho escuchar un fragmento de la partitura para transportarse a ese momento de la película y revivir sus sensaciones. Mención aparte para las tres preciosas canciones que cierran cada capítulo: "May It Be", "Gollum's Song" e "Into the West", interpretadas respectivamente por Enya, Emiliana Torrini y Annie Lennox.
Magia audiovisual. La mayoría de grandes películas carecen de efectos especiales y están bien sin ellos, pero una obra como esta los necesita, claro. Los efectos visuales y sonoros de El señor de los anillos no solo son impresionantes (más aún, en su contexto de principios de siglo) sino, y esto es lo más importante, perfectamente verídicos: Frodo y Sam se antojan tan reales como Gollum, incluso cuando los primeros son personajes de carne y hueso (encarnados, claro, por Elijah Wood y Sean Astin) y el segundo, una criatura fantástica fruto de la captura de movimiento (bravo, eso sí, por el muy infravalorado Andy Serkis). Asimismo, los decorados construidos a escala real se alternan con maquetas y magia digital sin que se note. ¡Y qué decir del maravilloso juego de escalas entre Hobbits, Enanos y Elfos! Pues que solo hay que ver El Hobbit, creada una década después, para comprobar que no es precisamente un trabajo fácil. De todos modos, la tecnología es lo de menos: lo importante es cómo nos permite, durante unas horas, olvidar los problemas de este mundo para transportarnos a otro.
Sensibilidad a flor de piel. Pese a que la épica y la espectacularidad siempre salen a colación al hablar de El señor de los anillos, lo que realmente engrandece la obra son los fortísimos sentimientos explorados: el amor eterno pero doloroso entre Arwen y Aragorn, la amistad inquebrantable entre Merry y Pippin, la lealtad de Sam hacia Frodo, la tristeza acumulada de Bárbol, la frustración de Éowyn por no poder defender a los suyos o el dolor de Faramir ante el desprecio de Denethor son solo algunos de ellos y pocos serán los espectadores que no se sientan identificados. La emoción está a flor de piel en todo momento y, sin embargo, nunca se fuerza: no hay sensiblería alguna, solo honestidad. Por eso duele tanto.
Valores para todos. No hace falta ser un genio para comprender que El señor de los anillos es una metáfora de la eterna lucha entre el bien y el mal (por eso los buenos son tan buenos y los malos, tan malos, que es algo que muchos le echan en cara, en mi opinión absurdamente). Los valores, por tanto, son perfectos para todas las edades, sin rastro de cinismo. Pero hay más que eso, más también que un evidente alegato antibelicista (inspirado en la II Guerra Mundial): hay feminismo en las heroínas (vale que solo son tres y salen poco, pero todas juegan un papel clave en la victoria final) y una masculinidad nada tóxica en los héroes (ni siquiera Boromir, Grima y Éomer temen llorar), así como un romanticismo perfectamente sano y una potente exaltación de la amistad, incluso entre quienes parecen destinados a odiarse (Legolas y Gimli). Y lo mejor es que nada de ello está forzado, sino introducido orgánicamente en la trama y la evolución de los personajes.
Ya está, estos son los 10 motivos por lo que, en mi opinión, El señor de los anillos es la mejor película de todos los tiempos. Insisto: no tiene sentido compararla con el Ciudadano Kane de Orson Welles (1941), los Cuentos de Tokio de Yasujiro Ozu (1953) o el Vértigo de Alfred Hitchcock (1958), por citar algunas películas que suelen recibir esa denominación, pero sí me juego lo que sea a que ninguna de las tres significa tanto para tanta gente. Y, desde luego, ni ellas ni ninguna otra han enriquecido mi vida en la medida en que El señor de los anillos lo ha hecho... y lo sigue haciendo.
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