Detestado e idolatrado a partes iguales, Pedro Almodóvar es sin lugar a dudas el creador más emblemático de la cinematografía española, con lo que cada uno de sus hasta ahora veintiún estrenos ha constituido toda una efeméride. Sin embargo, desde aquella vuelta a los orígenes que representó Volver (2006), ninguna de sus producciones había estado a la altura de clásicos como Entre tinieblas (1983), La ley del deseo (1987), ¡Átame! (1989), Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), Todo sobre mi madre (1999) o Hable con ella (2002); al menos, desde el punto de vista de quien firma estas líneas. Todas eran interesantes y entretenidas (sí, incluso Los amantes pasajeros, 2013), pero faltaba algo que por fin hemos recuperado con Dolor y gloria (2019), otro retorno al pasado en el que, tal y como ya hizo con La mala educación (2004), el manchego remueve más que nunca sus propios recuerdos.
Dolor y gloria entrelaza dos momentos de la vida de Salvador Mallo, álter ego de Almodóvar al que da vida en su etapa infantil, en unos años 60 de (auto)descubrimiento, el debutante Asier Flores (actor nato, según el realizador) y en su etapa adulta, cuando ya en los 80 es un cineasta atosigado tanto por el dolor físico como por el que acarrea su memoria, un magnífico Antonio Banderas. Que hay mucho de Almodóvar en el personaje es evidente, y no sólo porque los unen época, carácter y hasta estética, sino porque la salud del propio cineasta atravesó hace poco un mal momento tras el que, para bien y para mal, no ha vuelto a ser el mismo. En la que constituye sin duda su mejor interpretación hasta la fecha (el Goya por fin será suyo, no hay duda), Banderas desborda significado con cada gesto, invitándonos a evocar un pasado confeccionado a partes iguales por la remembranza y la imaginación del propio Almodóvar. La escena en que nos mira desde esas aguas donde parece sumergirse en busca de consuelo es sencillamente mágica... y es sólo la primera.
Envueltos en agridulce nostalgia, los recuerdos de Salvador tienen dos protagonistas: su abnegada madre (una extraordinaria Penélope Cruz que, impregnada de neorrealismo, es capaz de pasar por pueblerina sin perder un ápice de brillo estelar) y el irresistible albañil que despertó su primer deseo (César Vicente, todo un descubrimiento cuya mirada rezuma sensualidad y una verdad que según Almodóvar la experiencia le hará por desgracia perder pronto). El modo en que el realizador manchego plasma tan poéticas instantáneas, acontecidas en su mayoría en una cueva que, fría y hogareña al mismo tiempo, sirve de emblema del tesón español, es emocionante tanto por la elegante planificación de las escenas como por la sutileza con que quedan retratados los misterios del alma humana. El presente (que, para nosotros, también es pretérito) es más artificioso, sin que ello sea negativo sino mero reflejo de una existencia muy distinta, en apariencia más fácil pero en el fondo mucho más dura. Y es que, atrapado entre un pasado del que no puede escapar, un presente que lo oprime y un futuro que se antoja aterrador, Salvador se ha dejado arrastrar por una melancolía cada vez más devastadora.
Alrededor del Salvador adulto tenemos a un divertido Asier Etxeandia como viejo compañero de batallas (principal contrapunto cómico), una efectiva Nora Navas como muy leal asistente, un sorprendente Leonardo Sbaraglia como un antiguo amante al que ciertamente nadie olvidaría y una conmovedora Julieta Serrano como la ya moribunda madre. Los cuatro beben de personas reales de la vida de Almodóvar, siendo harto emotiva la forma en que él los homenajea, a menudo para despedirse de ellos. Y todos gestionan de maravilla el naturalismo melodramático que caracteriza al realizador manchego, con quien Serrano no trabajaba desde los 80 (cuando participó en casi todas sus obras) y los demás lo han hecho por vez primera (si no contamos la breve aparición de Etxeandia en Los abrazos rotos, 2009). A su excelencia interpretativa ayuda, claro está, un guion que, aun estando colmado de diálogos dignos de ser enmarcados, nunca deja de sonar cercano.
Como ya hizo en Julieta (2016), Almodóvar ofrece un fascinante despliegue de localizaciones, decorados y atuendos, contrastando la humildad rural de los 60 con el colorido hipnotismo de unos 80 que emulan los ambientes donde lleva años moviéndose el propio realizador, quien vuelve a contar con la personalísima música del gran Alberto Iglesias como impulsora de emociones. Dolor y gloria es, más que nunca, puro Almodóvar, lo cual es decir mucho considerando cuán personales son todas las creaciones del aclamado realizador. Por eso, la película desborda una emoción muy real que, sin dejar de lado el siempre bienvenido humor, agita, destroza y consuela, más si cabe al tratarse de un ejercicio de cine dentro del cine donde todo está medido sin antojarse impostado, desembocando en uno de los finales más sorprendentes y desestabilizadores del cine español reciente. Acabado el visionado, uno se siente afortunado por haberse sumergido en la mente y el corazón de alguien que, sin dejar nunca de hablar de su propio mundo, ha retratado al pueblo español con más agudeza que nadie, constituyendo su filmografía en general y este filme en particular un regalo que nunca podremos agradecerle lo suficiente.
Antonio Banderas ofrece en Dolor y gloria la mejor interpretación de su carrera |
El cartel de Dolor y gloria es un cúmulo de recuerdos |
Dolor y gloria es la séptima colaboración de Pedro Almodóvar y Penélope Cruz |
El deseo: César Vicente |
Qué bueno Juan, estoy de acuerdo contigo en todo!
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