A veces basta una imagen para enamorarse de
una película. Ese es el caso del fotograma promocional de Una pastelería en Tokio (An, 2015) que muestra a los tres variopintos protagonistas mirando hacia el futuro con
los cerezos en flor de fondo. Y es que basta echar un vistazo a los tiernos
rostros de esas tres almas desamparadas para saber que nos encontramos ante un pulcro
retrato, no ya de su redención, sino de su necesidad imperante de hacer frente
a las dificultades de la vida, sea cual sea la etapa en que se encuentren. Y,
claro, no hay mayor símbolo de la vida humana —y de la fugacidad de la misma—
que la espectacular flor del cerezo, que brota año tras año sin importar las
circunstancias tan sólo para desprenderse con la misma facilidad al cabo de
unos pocos días. ¿Puede haber reflejo más hermoso de la existencia? [Más al
respecto en: “Arrugas, la vejez y la flor del cerezo”.]
Los cerezos se suman al peculiar trío protagonista como personajes clave de Una pastelería en Tokio |
Una pastelería en
Tokio fue la
película inaugural de la sección Un Certain Regard del último Festival de
Cannes, sin duda el certamen favorito de Naomi
Kawase, quien ha presentado en su Sección Oficial cuatro de sus mejores
títulos: Shara (2003), El bosque del luto (2007, Gran Premio
del Jurado), Hanezu (2011) y Aguas tranquilas (2014). De hecho, la
realizadora se estrenó como nadie al convertirse en la cineasta más joven en
alzarse con la Cámara de Oro gracias a Suzaku
(1997, basada en su propia novela, pues sí: también es escritora), su debut en
la ficción tras unos años dedicados al cine documental. Graduada en la escuela
de fotografía de Osaka, Kawase presta gran atención a los detalles visuales de
sus films, pero se acerca más al realismo que al preciosismo, influida sin duda
por su etapa como documentalista. Siempre melancólica pero rara vez sensiblera,
la directora (merecidamente laureada en la última Seminci) tiene en Una pastelería en Tokio su obra más agradable
y accesible, sin renunciar por ello a la puesta en escena que la ha convertido
en uno de los referentes de la cinematografía japonesa actual.
Los pétalos rosados iluminan el cartel original de Una pastelería en Tokio |
Este bello drama se basada en la novela An (2013), de Durian Sukegawa, quien curiosamente participó como actor en Hanezu, película que presentó en Cannes junto
a la realizadora un año antes de terminar el libro. Por consiguiente, obra y realizadora
estuvieron unidas prácticamente desde el principio, lo que resulta latente al
enfrentarse a la cuidada adaptación cinematográfica. Un hombre solitario
y algo amargado (Masatoshi Nagase,
con quien Kawase llevaba tiempo queriendo trabajar) tiene una pequeña
pastelería en la que sirve dorayakis (sí: los pastelitos que volvía loco a Doraemon).
Un día conoce a una apacible anciana (Kirin
Kiki, con toques de la fallecida madre adoptiva de la realizadora) cuya
receta especial para el “an” (el relleno de los bizcochos) hace prosperar el
negocio, pero todo se complica cuando se pone de manifiesto que ella padece
lepra. La tercera protagonista en discordia es una tímida colegiala (Kyara Uchida, la nieta de Kiki) que
parece haberse cansado de la vida antes que nadie pese a su corta edad, pero,
al igual que el pastelero, tiene mucho que aprender de la dura vida de la experimentada
mujer, cuya perenne sonrisa ilumina sus caminos. Así, el filme nos insta
a conocernos a nosotros mismos y nos recuerda que todos tenemos la capacidad de
seguir adelante, por empinada que sea la cuesta que nos depara la vida.
Una pastelería en Tokio es un relato sencillo pero contundente, que
lo mismo nos abre el apetito con la minuciosa preparación de los dorayakis,
como nos lo cierra de golpe con la crudeza del sanatorio, secuencias ambas
dotadas de una gran autenticidad gracias al proceso de documentación de la
cineasta. Nos hallamos por tanto ante una película de sensaciones (desde la apesadumbrada soledad que conlleva la sociedad contemporánea hasta el simple placer que despierta el dulce perfecto) que, tal y
como hacía Aguas tranquilas,
reflexiona sobre el contraste entre la juventud y la muerte desde una
perspectiva poética pero franca. En esta ocasión la naturaleza da paso a la
gran ciudad, mas Kawase admite no ver gran diferencia: “la naturaleza es algo
que vigila sigilosamente a los seres humanos. Los cerezos, por ejemplo, no
pronuncian una sola palabra, pero comprenden y aceptan lo que somos y cómo
somos. Florecen cada primavera, pase lo que pase; eso es maravilloso”. Lo es; al
igual que esta película.
© El copyright del texto pertenece exclusivamente a Juan Roures
© El copyright de las imágenes pertenece a sus respectivos autores y/o productoras/distribuidoras
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