La hipocresía es uno de los
elementos más peligrosos de la sociedad. Lo inunda todo sin que nos demos
cuenta. Y, encima, resulta difícil luchar contra ella sin hacerlo desde la
propia hipocresía. ¿Es hipócrita sentirse realizado por solucionar
económicamente la vida a una persona en concreto cuando muchos son los que
necesitan ayuda sin tener ocasión de pedirla? Probablemente. Pero, ¿acaso no es
más hipócrita negar una ayuda que puede concederse sin problema por el mero
hecho de evitar sentirse hipócrita al hacerlo? Estas cuestiones corresponden a
un momento fugaz de El ciudadano ilustre (2016), pero, de alguna manera, reflejan
la esencia de una obra que renuncia a las respuestas fáciles pero no al
constante cuestionamiento de los valores del mundo contemporáneo, los cuales
prueban no ser necesariamente más “humanos” en pueblos tradicionales que en
ambientes más modernos habitualmente ligados a la pérdida de los mismos.
El ciudadano ilustre ganó la Espiga de Plata y el premio a mejor guion de la Seminci y es favorito al Goya latino |
La película que nos ocupa constituye
la nueva colaboración de la pareja de realizadores integrada por Mariano Cohn y Gastón Duprat, artífices de El artista (2008) y El ciudadano de al lado (2009). Nos hallamos ante la historia de un
aclamado escritor argentino recién receptor del Premio Nobel que, para sorpresa
de todos, decide cancelar sus múltiples compromisos para ser nombrado
“ciudadano ilustre” en Salas, lugar que —como todos aquellos que lo han
acogido— dista mucho de poder considerarse un hogar para él. Irónicamente, el
ficticio autor lleva cuarenta años sin volver a su pueblo natal y sin embargo
ha forjado su carrera a base de escribir sobre él desde una mezcla de nostalgia
y resentimiento. “Creo que hice una sola cosa en toda mi vida: escapar de ese
lugar”, dice el complejo protagonista al comienzo del film, demasiado pronto
para que podamos conocer los motivos. Merecidamente laureado en Venecia, Óscar Martínez lo encarna con solvencia,
dotándolo de la dualidad que requiere: la ternura transmitida por un hombre
cansado de estar vivo para quien la vuelta a casa supone un reencuentro consigo
mismo frente a la antipatía despertada por alguien abiertamente enfadado con un
mundo conformista al que no se cansa de dar lecciones. Por supuesto, gran parte
del mérito corresponde al libreto de Andrés
Duprat, maestro del humor irónico, mordaz y filosófico que no por
casualidad comparte padres con uno de los realizadores (con los que acostumbra
a trabajar). Sea cual sea el contexto —desde la aceptación del prestigioso Nobel
hasta la organización de un pequeño concurso pictórico de pueblo—, guionista y
personaje aprovechan para dejar a la sociedad por los suelos sin prestarle
siquiera una mano para levantarse de nuevo.
Ojalá el éxito comercial de El hombre de al lado ayude a El ciudadano ilustre |
La acidez trasmitida por la
cinta, creciente conforme avanza el metraje (dividido en un prólogo y cinco
capítulos), contrasta con la apacible tranquilidad desprendida por todas sus
localizaciones, sea ese elegante apartamento donde el autor repasa sin interés
sus obligaciones junto a la siempre efectiva Nora Navas, sean esas calles pueblerinas plagadas de historias ocultas.
De hecho, rara vez se irrita el protagonista lo suficiente como para alzar la
voz, aun cuando nada de lo que lo rodea parece cumplir sus expectativas. En
contraposición a su frío carácter, fruto de una vida de solitaria reflexión,
los habitantes de Salas se dejan llevar por pasiones no siempre justificadas,
lo que da lugar a enfrentamientos donde el primero es consciente desde el
principio de llevar la razón y los segundos apenas llegan a entender de qué
están siendo acusados. Asistimos así ante una conversación de
besugos entre el cinismo de la vida
intelectual y el conformismo de la existencia pueblerina ante la que cuesta decidir si reír o llorar. Sin embargo,
lo que arranca como una comedia con tintes dramáticos desemboca poco a poco en
un perturbador drama psicológico cercano al thriller. La fluidez con que se
adentra en él un filme que, al no dejar nunca de interpelarnos, se ha ganado
nuestra confianza genera entonces sentimientos espeluznantes. Y así es como la
hipocresía y el conformismo revelan de forma definitiva cuán peligrosos pueden
llegar a ser.
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