Como el primer gran escaparate anual del cine
español, el Festival de Málaga siempre nos ofrece un par de joyas, generalmente
óperas primas, a las que seguir la pista hasta la entrega de los Goya. Este año
estas son indudablemente Verano 1933,
de Carla Simón, y No sé decir adiós, de Lino Escalera. Mientras esperamos a la
llegada a las salas de la primera, hablemos de la segunda, un excelente drama
que se alzó con el Premio Especial del Jurado (Biznaga de Plata) y una Mención
Especial del Jurado de la Crítica al trabajo actoral, así como
con reconocimientos individuales a mejor interpretación femenina (Nathalie
Poza), mejor actor de reparto (Juan Diego) y mejor guion (Pablo Remón y Lino
Escalera), todos ellos enormemente merecidos.
|
Los constantes fundidos a negro de No sé decir adiós nos recuerdan las eternas reaperturas de la vida |
La ópera prima de Lino Escalera, un español formado en cine entre Cuba y Nueva York, es
un drama sobre la aceptación de la muerte por parte de dos hijas muy
diferentes: la siempre malhumorada Carla (Nathalie
Poza), hastiada de una existencia vacía en la gran ciudad que trata de
llenar con sexo, drogas y otros vicios que sólo acentúan su desgracia, y la
bonachona Blanca (Lola Dueñas), cada
vez más consciente de que quedarse en el pueblo la ha convertido en una infeliz
paleta. Motivos opuestos desembocan así en la misma consternación: la vida se
está esfumando entre sus dedos por no haber sido ninguna de las dos capaz de
sacarle el máximo partido. Así, pese a que el repentino cáncer del padre (Juan Diego) es lo que desencadena la
trama, son realmente las vidas de las dos hijas las que se ganan nuestra preocupación
e identificación: para bien y para mal, él ya ha disfrutado de una larga y
próspera existencia, ¿pero acaso no están ellas muertas en vida? Por suerte, siempre
hay esperanza, aunque quizá más para una que para otra, lo cual sólo depende de
su forma de ver las cosas: Carla tiene múltiples posibilidades a su alcance, pero
se empeña en ver siempre el lado negativo, echar tierra sobre su propio tejado
y destruir cualquier opción de redención, mientras que la más inocente Blanca,
aunque atrapada en una existencia pueril, mantiene la ilusión por seguir
disfrutando de ella (mientras Carla recuerda con una mezcla de nostalgia y
amargura sus pinitos en el ballet, Blanca hace inesperados planes para dedicarse
al teatro, una profesión cuyo mayor atractivo es precisamente poder convertirse
en otra persona). Al final, tanto ellas como nosotros utilizamos estos debates internos para evitar pensar en la inevitable despedida que alberga el film: aquella para la que uno sólo es capaz de despedirse cuando ya es tarde.
|
El cartel de No sé decir adiós deja clara una de sus principales bazas: su extraordinario reparto |
Los protagonistas de No sé decir adiós cuentan con los dos
elementos esenciales de todo gran personaje: un guion capaz de fundir la
sutileza más elegante con el impacto más carismático (escrito conjuntamente por
Escalera y el más versado Pablo Remón)
y, claro está, un intérprete a la altura del mismo. Pocas veces han brillado
tanto Nathalie Poza, Lola Dueñas y Juan Diego, quienes deben como mínimo
optar a los que serían el primer Goya de la primera (poseedora de tres
candidaturas fallidas), el tercero de la segunda y el cuarto del tercero. A los
pequeños retazos de ingenioso humor del libreto (que, limitándose a exponer las
ironías cotidianas del día a día, logra ser más hilarante que muchas comedias
de éxito) y al candor de los magníficamente dirigidos intérpretes (que se ganan
nuestra empatía aun cuando la ética y la sabiduría brillan por su
ausencia) debemos la extraordinaria capacidad del filme para tener cabida para
la luminosidad pese al inevitable desgarro desplegado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario