Macbeth se estrenó en la Sección Oficial de Cannes en una edición especialmente competitiva |
El cine y el teatro son dos artes inevitablemente relacionadas. Ambas toman prestadas un par de horas de nuestras vidas para hacernos llegar historias a través de los ojos y los oídos: triunfan cuando captan nuestra atención y fracasan si nos hacen reír cuando debemos llorar y llorar cuando debemos reír. Pero tal y como comenté en el artículo dedicado al cine y el teatro, los estilos de estas artes hermanas son muy diferentes: en una prima la sutileza de cada gesto y en otra la pasión de cada movimiento; en una abundan los planos cerrados y la otra es un inevitable plano secuencia. Sin embargo, el cine también puede llegar a ser muy teatral, bien por el estilo de filmación, bien por la fuente de la que procede. Y este es el caso de dos de las películas del año: la española La novia, de Paula Ortiz, y la británica Macbeth, de Justin Kurzel, dos impresionantes segundas obras por parte de cineastas que debutaron con acierto en el 2011 (ella con De tu ventana a la mía y él con Snowtown). Y ambas cintas adaptan textos de referencia de sus respectivos países de origen (los de la producción, no los de los cineastas, pues Kurzel —quien, por cierto, es el marido de Essie Davis, la protagonista de Babadook (Jennifer Kent, 2014)— es uno de tantos talentos australianos exportados): la popular Bodas de sangre (1931), de Federico García Lorca, y la clásica Macbeth (1600, aprox.), de William Shakespeare, dos famosísimas tragedias libremente basadas en hechos reales.
Con 12 nominaciones, La novia es la favorita de los Goya |
Los potentes carteles fomentan el protagonismo compartido de Michael Fassbender y Marion Cotillard |
Con tal excelencia de texto y reparto, podríamos obtener dos representaciones teatrales muy estimables. Pero La novia y Macbeth no son teatro, sino cine. Y cine con mayúsculas. Para ganarse este adjetivo, ambas recurren al plano clave del lenguaje cinematográfico: el visual. Filmadas respectivamente por Migue Amoedo y Adam Arkapaw (ambos presentes en las óperas primas de sus directores), las dos películas alcanzan una inconmensurable belleza ayudadas de la magnificencia de todos los departamentos técnicos y artísticos. Mientras una combina paisajes castizos con los embrujos de la Capadocia, la otra recurre el misticismo escocés, configurando ambas atmósferas únicas que, lejos de superponerse a la historia contada, la envuelven con máximo afecto; cada localización, pieza de vestuario o elemento de atrezzo tiene así dos finalidades interdependientes: crear apabullante belleza y contribuir fielmente a la narrativa, algo a lo que también ayudan las poéticas bandas sonoras de Jed Kurzel (hermano del realizador de Macbeth) y el japonés Shigeru Umebayashi, uno de los mejores compositores del momento gracias a joyas como Deseando amar (Wong Kar-Wai, 2000) y La casa de las dagas voladoras (Zhang Yimou, 2004). Empero, el lucimiento de todos ellos debe mucho a la cuidada puesta en escena de sus jóvenes pero apasionados realizadores, que nunca parecen cansarse de sorprender con sus toques de magia. Eso sí, que la involucrada Paula Ortiz coescribiera el guion junto a Javier García le permite plasmar en la cinta su poética voz de prometedora autora, algo que cuesta más a Kurzel al dirigir un libreto algo exento de ritmo coescrito por Jacob Koskoff, Michael Lesslie y el hasta ahora actor (Alta fidelidad, de Stephen Frears, 2000) y director (Con amor, Liza, 2002) Todd Louiso.
El minimalista cartel de La novia esconde la grandeza del film |
Mas el principal problema tanto de La novia como de Macbeth radica en que sus innegables virtudes engloban también sus defectos. Así, el preciosismo de ambas cintas no deja de ser artificial, lo que, sumado al propio artificio de los diálogos, dificultará la inmersión de muchos espectadores en sus ya conocidas historias. Tampoco se ha intentado modernizar las mismas en absoluto, para bien y para mal. Sin embargo, considero que cuestionar la artificiosidad narrativa y visual de ambas cintas supone exigirles ser algo que, directamente, no son. Paula Ortiz y Justin Kurzel (así como todo su equipo) soñaron con dar una nueva interpretación a dos historias que ya han sido (re)presentadas hasta la saciedad —recordemos las Bodas de sangre de Edmundo Guibourg (1938), Souheil Ben-Barka (1976) y Carlos Saura (1981) y los Macbeth de Orson Welles (1948), Akira Kurosawa (1957) y Roman Polanski (1971)— con todo tipo de resultados. Entre las innumerables adaptaciones de tan conocidas tragedias, estas impresionantes nuevas versiones nos han regalado momentos cinematográficos difíciles de olvidar. Y así es cómo el séptimo arte hace el amor con el teatro.
© El copyright del texto pertenece exclusivamente a Juan Roures
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Sin duda dos de las grandes obras del año.
ResponderEliminarComo bien dices, son películas que hay que ver con una cierta amplitud de miras y no ponerlas nunca para pasar el rato. Son maravillas que te hacen disfrutar cada minuto.