Desde que se hizo con el premio a la mejor
dirección del prestigioso Festival de Sundance, el debutante Robert Eggers ha conquistado el mundo
poco a poco con la espeluznante La bruja: Una leyenda de Nueva Inglaterra (The VVitch: A New-England Folktale, 2015), cuyos tres millones de presupuesto se han tornado en cuarenta de recaudación. Sin embargo, pese
a pertenecer a un género tan popular, esta extraordinaria coproducción
estadounidense-canadiense ha tenido un recibimiento irregular por parte del
público, al que los entusiastas argumentos de los críticos no han
bastado para convencerse de que se encuentra ante una de las
mejores obras de terror de la historia del celuloide.
La tenebrosa estética de La bruja debe mucho al gran trabajo fotográfico del californiano Jarin Blaschke |
La bruja parte de la fascinación por las brujas que envolvió la
infancia de Eggers, quien, tras desarrollar ideas tachadas de ser demasiado
raras y oscuras, terminó optando por un tratamiento más convencional que le
permitiera por fin debutar en el largometraje. “Voy a hacer una película de
género, tiene que ser personal y tiene que ser buena”, dijo en su día. Y así es
cómo surgió esta sencilla historia ambientada en la Nueva Inglaterra de 1630,
donde los miembros de una familia de colonos cristianos empiezan a rebelarse
los unos contra los otros a raíz del supuesto mal sobrenatural que puebla el
bosque junto al que viven. Eggers quiso rodar la cinta en la propia Nueva
Inglaterra, pero la falta de incentivos fiscales lo llevó a Canadá,
concretamente a la remota región de Kiost (Ontario). La búsqueda de
localizaciones fue tan exhaustiva como el proceso de investigación, trabajando
el equipo con museos ingleses y americanos para obtener el máximo realismo en
lo que a los detalles históricos se refiere. Todo ello, unido a la bellísima
fotografía de Jarin Blaschke —quien,
como hiciera el oscarizado Emmanuel Lubezki en El renacido (Alejandro G. Iñárritu, 2015), apostó por una luz
natural que sería tenebrosamente editada en consonancia con imágenes
pictóricas de referencia, desde el paisajismo de la Escuela de Barbizon hasta el tratamiento de la luz de George de la Tour y Johaness Vermeer, pasando, por supuesto, por el tenebrismo de Caravaggio, Goya o José de Ribera—, el impactante uso del montaje y el sonido (y la
ausencia de ambos) y las sugerentes piezas musicales de Mark Korven, conforma una experiencia audiovisual sobrecogedoramente
única.
El diabólico (o no) carnero negro protagoniza los inquietantes pósteres de La bruja |
Más impresionante si cabe que la
técnica es el reparto encabezado por Anya
Taylor-Joy, Ralph Ineson y Kate Dickie, merecedor de todos los
premios del mundo por su sublime transformación en esta atormentada familia del
siglo XVII. Tal es la naturalidad de las interpretaciones que el espectador
tendría verdaderamente la impresión de ser testigo de acontecimientos verídicos
de no ser estos tan fantasmagóricamente extraordinarios. De esta forma, el
temor (infundado o no) que los personajes profesan a los dioses y los elementos
naturales (concentrado en un carnero negro que, conforme avanza la narración,
se vuelve más y más inquietante) escapa de la pantalla para penetrar la piel.
Aunque poética, exótica y espectral, La
bruja es en el fondo un sencillo retrato de cuán vulnerable vuelve el fanatismo
religioso al ser humano. Por huir en todo momento del shock constante y vibrante al que el cine de terror contemporáneo nos tiene acostumbrados, tan sutil cinta ha sido comparada con obras de la talla de La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), El exorcista (William Friedkin, 1973), El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), El bosque (M. Night Shyamalan, 2004) y La cinta blanca (Michael Haneke, 2009), teniendo poco o nada que envidiar a cualquiera de ellas.
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