Mandarinas dio a Zaza Urushadze el Premio del Público y la Mejor Dirección del Festival de Varsovia |
Nada hay más
terrible que la guerra. Y así lo ha demostrado el séptimo arte desde sus
orígenes. Sin embargo, tanto hemos oído el «no a la guerra» desde la magnífica Sin
novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930) —la primera gran película receptora del Óscar—, que la frase parece haber perdido su valor. Conocemos los
estragos de los enfrentamientos bélicos y el absurdo hacia el que derivan.
Sabemos que enfrentan a las culturas entre sí y convierten en monstruos a
hombres corrientes. Recordamos que pocas confrontaciones tienen conclusiones
felices y que la mayoría concluyen por la desesperación de ambos bandos y no
por triunfo alguno: en la guerra, no hay victorias verdaderas. Quizá por lo
bien que nos sabemos la teoría, el cine bélico lo tiene complicado a la hora de
impactar al espectador y, lo que es más importante, de captar su atención. A
menudo, los manifiestos anti-belicistas más efectivos no se encuentran en obras
puramente bélicas, sino en aquellas que limitan las metralletas y explosiones y
se centran en los auténticos protagonistas de toda confrontación: las personas
atrapadas en ella. Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), Cuando
el viento sopla (Jimmy T.
Murakami, 1986), La tumba de las luciérnagas (Isao
Takahata, 1988), La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998) o Las
flores de la guerra (Zhang Yimou, 2011) son cinco excelentes ejemplos
de ello.
En la dura Cuando el viento sopla dos ancianos quedan a merced de la guerra |
Nos
encontramos así con Mandarinas (Mandariinid)
una coproducción entre Estonia y Georgia con la que el georgiano Zaza Urushadze (Three houses, 2008) consiguió la primera
nominación al Óscar para la cinematografía estonia. No sólo fue esta una
merecidísima candidatura, sino que, con el permiso de Ida (Pawel Pawlikowski, 2014), podría perfectamente haberse
convertido en estatuilla (tal y como sucedió en los Premios Satellite). Siempre
acompañada de la lírica banda sonora de Niaz
Diasamidze, esta maravillosa cinta nos traslada a un poblado estonio de
Abjasia en 1992, tiempos de guerra. No hace falta conocer el contexto para
entender las emociones que plantea, pero nunca va mal repasar la historia: en
la segunda mitad del siglo XIX se establecieron aldeas estonias en Abjasia (un
territorio separatista georgiano), donde vivieron de forma apacible hasta la
irrupción de la Guerra de Abjasia (1992-1993), que enfrentó a georgianos y
abjasios (apoyados por pueblos pro-rusos como los chechenos); atrapados entre
dos frentes ajenos, muchos decidieron volver a Estonia, pero unos pocos se
resistieron a hacerlo. Entre ellos encontramos a dos granjeros (Lembit Ulfsak y Elmo Nüganen, ambos, a su vez, realizadores de celebradas cintas
estonias como Lammas all paremas nurgas
(1992) y Nombres en mármol (2002),
respectivamente) que aman y odian el territorio a partes iguales pero se
sienten demasiado atados a él como para abandonarlo (y han vivido demasiado como para hacerlo temiendo a la muerte).
La bella fotografía de John Toll para La delgada línea roja acentúa el poder de la naturaleza |
La
tranquilidad campestre se opone así a la dureza de una guerra que irrumpe
constantemente en las vidas de los dos granjeros, quienes hacen lo posible por
mantenerse al margen del conflicto y proteger su estilo de vida tradicional
(clásico contraste entre la pureza de la naturaleza y el salvajismo de los
humanos que alcanzó la cima en la mencionada La delgada línea roja). Sin embargo, cuando el conflicto llama a
sus puertas, los dos hombres se encuentran protegiendo bajo el mismo techo a un
checheno (Giorgi Nakashidze) y un
georgiano (Misha Meskhi), condenados
a odiarse mutuamente pese a la latente bondad de sus corazones. Basta una
mirada de cualquiera de los dos hombres para entender la absurdez, no sólo de
este conflicto, sino de la mayoría de los enfrentamientos bélicos de la
historia.
Al estilo balcánico, En tierra de nadie emplea la comedia negra para tratar su dura historia |
A este
respecto, Mandarinas recuerda
irremediablemente a una cinta ambientada al otro lado del Mar Negro un par de
años más tarde: la Guerra de Bosnia de En tierra de nadie (Danis Tanovic,
2001), en la que dos soldados de bandos distintos (un bosnio y un serbio)
quedan atrapados entre las líneas enemigas y obligados a intentar entenderse
(pero, también, a odiarse hasta el último suspiro). Sin embargo, mientras la
cinta bosnia (Óscar a mejor film extranjero por encima de la mismísima Amélie, de Jean-Pierre Jeunet) optaba
por la comedia negra, Mandarinas se
decanta por un tono más esperanzador, aunque igualmente dramático. De hecho,
las emociones reflejadas en ambos films son comparables, no sólo entre sí, sino
a las transmitidas por innumerables obras bélicas actuales.
Aunque han
transcurrido más de dos décadas desde los acontecimientos plasmados en el film,
Zaza Urushadze afirma que la actualidad del mismo sigue siendo latente: “el
sistemático cambio de fronteras causa fuertes reacciones entre los ciudadanos
georgianos. Y, siendo ciudadano de un país pequeño, no me puedo quedar parado
observando estos intentos de despojarnos de nuestro territorio”. Quizá por eso,
la película tuvo una gran acogida en Georgia, donde la premiere recibió una
ovación de 15 minutos. Pero no terminó ahí el entusiasmo: los festivales de
Jerusalén, Palm Springs, Seattle y Varsovia también se rindieron ante ella, así
como la crítica más exigente de todos los rincones del mundo.
Cartel de Mandarinas centrado en el absurdo enfrentamiento entre los dos soldados |
Y, hablando
del mundo, Mandarinas pone de
manifiesto la importancia de las coproducciones a lo largo y ancho de Europa (y
alrededores), algo que ya reflejaba la mencionada En tierra de nadie (coproducción entre Bosnia, Francia, Italia, Bélgica,
Gran Bretaña y Eslovenia). Pese a que la cinta ha contado con el apoyo del
Centro Cinematográfico Nacional de Georgia, su realización habría sido
imposible sin el cuantioso apoyo de Estonia. Los dos países mantienen buenas
relaciones políticas, económicas y culturales desde que ambos recuperaron la
independencia de la Unión Soviética, pero Mandarinas
es su primera coproducción (aunque indudablemente no será la última). En países
tan torturados por las luchas culturales, resulta emocionante encontrar joyas
nacidas de la cooperación y el amor. Y, nunca mejor dicho, rara vez ha dado la
coproducción frutos tan valiosas como Mandarinas.
© El copyright del texto pertenece exclusivamente a Juan Roures
© El copyright de las imágenes pertenece a sus respectivos autores y/o productoras/distribuidoras
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