“People love what other people are passionate about”.
Esta maravillosa frase de La ciudad de las estrellas
(La La Land, 2016) —que podría traducirse (sin el mismo efecto, como suele
suceder con el doblaje) como “a la gente le encanta lo que apasiona a los demás”—
resume a la perfección la esencia del tercer filme del jovencísimo Damien Chazelle, quien lo ideó nada más
ofrecer Guy and Madeline on a Park Bench (2009) pero sólo encontró
apoyos suficientes para producirlo tras triunfar internacionalmente con la
impactante Whiplash (2014). Y es que,
habiendo transcurrido más de medio siglo desde los tiempos de Cantando bajo la lluvia (Gene Kelly y
Stanley Donen, 1952), ¿quién iba a apostar por tan arriesgado regreso al
pasado? Por suerte, la deliciosa nostalgia que ha invadido la segunda década
del siglo XXI no se ha limitado a galaxias lejanas (Rogue One, de Gareth Edward) y cuentos infantiles (El libro de la selva, de Jon
Favreau), sino que ha ido
poco a poco llegando a todos los ámbitos. Y el musical no ha sido la excepción.
En La ciudad de las estrellas, Emma Stone y Ryan Gosling forman pareja cinematográfica por tercera vez |
Antes de adentrarse a discutir La ciudad de las estrellas, conviene
recordar que el declive del género musical en los años 60 fue fruto de un
cúmulo de acontecimientos. De pronto, los centros comerciales, la televisión y
la propia evolución del séptimo arte ofrecían a los ciudadanos estadounidenses
(que, a fin de cuentas, siempre han sido los jueces de la cultura de masas) una
oferta de entretenimiento mucho más amplia que terminó reduciendo la capacidad
de las producciones musicales de recuperar sus exageradas inversiones. Quizá el
realismo europeo no contagiara a Hollywood (que, de hecho, se embarcaría pronto
en un viaje sin retorno colmado de efectos especiales), pero sí educó a los
cada vez más modernos espectadores en un tipo de arte donde los repentinos cantos
y bailes parecían invitar más al sonrojo que a la diversión. Todo esto
coincidió con el ocaso del sistema de estudios, el cual, como todo sistema,
tenía sus lacras pero resultaba innegablemente práctico a la hora de crear cine
en serie de calidad. Y así fue como de la noche a la mañana el musical pasó de
constituir el entretenimiento cinematográfico por excelencia a desaparecer
prácticamente de las salas (a las que tan sólo llegaría ya de vez en cuando a
modo de adaptación teatral). En el año 2001, el australiano Baz Luhrmann
reavivó el género con Moulin Rouge,
una obra posmoderna tan fascinante como infiel al espíritu clásico: relato
escabroso, montaje trepidante y partitura a base de remixes frente a la
sencillez narrativa, la apuesta por los planos secuencia y la música original
de clásicos como Un americano en París
(Vincente Minnelli,
1951). Considerada para bien y para mal como “un videoclip de dos horas de
duración”, Moulin Rouge no dejó a
nadie indiferente (enamorando justamente a más de uno), pero por motivos obvios
no atrajo especialmente a los amantes del género y, por consiguiente, tampoco
sentó un nuevo comienzo para este.
La ciudad de las estrellas se estrenó en la Mostra de Venecia, donde Stone fue coronada como mejor actriz |
A diferencia de la cinta recién mencionada, La ciudad de las estrellas es un canto
de amor al cine del pasado, dando comienzo con un fastuoso número musical
filmado por Linus Sandgren sin apenas cortes en
Cinemascope, el amplio formato desarrollado en los años 50 para expandir la
amplitud de musicales, westerns y filmes históricos en todos los sentidos. Al
ritmo de la pegadiza “Another Day of Sun” (compuesta y orquestada, como todas las canciones
del filme, por Justin Hurwitz, viejo amigo del realizador),
los ciudadanos de Los Ángeles afrontan un habitual atasco (parte del precio a pagar por vivir en tan fascinante ciudad) apoyándose en la música y el baile, haciendo rápido
hincapié en el carácter escapista de un género cinematográfico que ayudó a
EE.UU. a sobrellevar los estragos de la II Guerra Mundial y podría hacer ahora
lo mismo con la crisis económica y la amenaza terrorista. Y es que la película
que nos ocupa es una auténtica montaña rusa de emociones donde las melodías, el
diseño de producción y, por supuesto, las interpretaciones se abrazan en todo
momento. Desde ese sencillo, tierno, juguetón y nada forzado claqué crepuscular
donde los protagonistas comienzan a enamorarse hasta ese fastuoso despliegue
final donde asombro y desgarro se apoyan en un sinfín de cambios de decorados y
estilos musicales para dejar un sabor de boca tan placentero como agridulce,
todos y cada uno de los momentos musicales de La ciudad de las estrellas están perfectamente introducidos en el
guion, de modo que, no sólo conquistan al espectador más cínico, sino que
contribuyen plenamente a la evolución tanto del relato como del sentir de los
personajes (afirmar esto sería un cliché de no ser tantos los musicales
modernos que no cumplen la regla en absoluto).
Como cabía esperar, La La Land ha recibido estrellas por doquier |
La ciudad de las
estrellas es un
homenaje continuo al estilo clásico, sí, pero, lejos de limitarse a calcarlo, se apoya en
la innovación tecnológica para darle un carácter visual sin precedentes. Ciertamente,
sin creaciones previas como Melodías
de Broadway 1955 (Vincente Minnelli, 1953) o Los paraguas de Cherburgo
(Jacques Demy, 1964), el trabajo de Chazelle sería muy diferente, pero es en la
capacidad del realizador para modernizar un género tan tristemente percibido
como anticuado sin dejar de lado sus rasgos más distintivos donde reside su
principal victoria. Sin
renunciar por ello a los planos secuencia (fomentados en su día por Gene Kelly
y, sobre todo, Fred Astaire a modo de confirmación de que toda la algarabía
desplegada ante nuestros ojos era totalmente real), la cámara circula ahora sin
freno por el escenario, alcanzando planos aéreos antaño imposibles que toman
prestado lo mejor de la “era del videoclip” sin renunciar a la autenticidad.
Asimismo, frente al artificial —aunque encantador— uso del croma clásico, aquí
la ciudad de Los Ángeles está presente en todo momento, envolviendo a los
personajes y convirtiéndose a su vez en uno de ellos. De hecho, la obra ofrece
al espectador la posibilidad de viajar a los lugares más icónicos de tan
popular ciudad por todo lo alto, captando plenamente las emociones despertadas
por la mágica subida al Griffith Park o la plácida contemplación del mar desde
Venice Beach (así, hasta más de sesenta espacios). Tal y como hicieron “city symphony films” como Manhatta (Charles Sheeler y Paul
Strand, 1921) y Berlín, sinfonía de una
ciudad (Walter Ruttmann, 1927) en los años 20 con ciudades diversas, Chazelle
ha confeccionado un maravilloso homenaje a Los Ángeles, una ciudad de marcados
contrastes donde algunos cumplen sus fantasías en los parajes más
espectaculares mientras otros deambulan sin rumbo entre polvo, alcohol barato y
sueños rotos; una ciudad donde las luces y las sombras del sueño americano
tienen mayor relevancia que nunca. Así, la obra se convierte en una sinfonía sobre los sueños y decepciones de un lugar único en su especie.
Chazelle contaba con usar un doble de manos, mas Gosling sorprendió a todos con sus dotes musicales |
Como protagonistas absolutos de la función
(ninguno de los demás integrante del reparto, que también incluye a John Legend, J.K.
Simmons —oscarizado hace dos años precisamente por Whiplash en un papel bastante similar— y Rosemarie De Witt, llega siquiera al estatus de
secundario), Ryan Gosling y Emma Stone encarnan con arrojo a dos
personajes muy diferentes (él tan sólo quiere dedicarse a la música jazz en su
vertiente más purista, mientras que ella sueña con convertirse en otra de las estrellas
que alumbran Los Ángeles) que comparten algo de vital importancia: pasión.
Pasión por la música, pasión por el cine, pasión por el mundo del espectáculo.
Y, claro, la pasión va de la mano del ansia por hacer realidad los sueños que
ella misma genera, así como del inevitable temor al fracaso que ello siempre
conlleva. Tan fuerte deseo de sacar lo que uno lleva dentro es latente en los
rostros de las dos estrellas y, si bien ella va un paso por delante a nivel
interpretativo (qué expresivo y a la vez qué sutil resulta su trabajo a la hora
de afrontar escenas tan distintas como ese casting tan esperado donde nadie
parece hacerte caso, esa discusión de pareja donde te das finalmente cuenta de
que las cosas no están funcionando como deberían o ese momento en que te
percatas de que, si bien eres feliz con lo que tienes, mucho es lo que has
perdido a cambio), pero no hay que olvidar que Gosling, aparte de contar con un
personaje menos agradecido, toca el piano sin doble alguno (además, claro está,
de debutar en un género tan difícil como el musical, frente a una radiante
Stone que ya había cantado y bailado lo suyo como la protagonista del Cabaret de Broadway). Pese a tratarse
actualmente de dos de los intérpretes más mediáticos de Hollywood, ambos son
fruto del estrellato del siglo XXI, con lo que recuerdan bien los tiempos de
lucha que refleja la película (de hecho, algunos de los momentos más
entrañablemente patéticos de esta parten de sus propios recuerdos). No
obstante, si hay alguien responsable de la honestidad destilada al respecto,
ese es Damien Chazelle, quien desarrolló el guion cuando nadie había oído
hablar de él y, tan sólo un quinquenio después, ha cumplido el sueño de llevarlo a la gran pantalla por todo lo alto (con un presupuesto mucho mayor que el
aspirado mas mucho menor que el aparentado).
Entre las geniales canciones de La La Land destacan: "Another Day of Sun", "Audition" y "City of Stars" |
Y es que la música es clave de La ciudad de las estrellas, por
supuesto, pero la magia no reside sólo en ella, sino también en un guion tan realista
como soñador que, en la línea de Woody Allen, Noah Baumbach y Richard
Linklater, combina bien el naturalismo romántico con la constante reflexión existencial.
Sirva de ejemplo la simpática forma con que el guion resuelve las constantes
casualidades de su comienzo: «es curioso que sigamos cruzándonos a todas horas»,
dice ella; «igual significa algo», responde él; «lo dudo», afirma ella; «sí, yo
tampoco lo creo», zanja él. No por casualidad (aunque quizá sí por “efecto arrastre”) a los esperados seis Globos de Oro de la cinta (película, director, actor, actriz, música y canción: “City of
Stars”) se sumó el concerniente a mejor guion, culpable de que nos hallemos
ante la producción más laureada de la historia de dichos galardones. Y es que la
historia del soñador de Los Ángeles la hemos escuchado mil veces, sí, pero rara
vez con tanta franqueza: tan encantador como desgarrador, el relato es
consciente de ahondarse en terrenos conocidos, pero lo hace rehuyendo clichés y
desnudando poco a poco a dos personajes que, en dos nada largas horas, nos han
hecho participes de una evolución tan asombrosa como conmovedora. La ciudad de las estrellas no oculta su
carácter de homenaje al pasado (de hecho, tanto el vestuario como el diseño de
producción se hacen eco de las pomposas modas de entonces pese a transcurrir la
trama en la actualidad), pero es mucho más que una mera reiteración: mira al
pasado, sí, pero también al futuro; un futuro, esperemos, plagado de musicales
soñadores que nos recuerden que, si bien ningún sueño que se preste ha sido
nunca fácil, tampoco hay ninguno incapaz de hacerse realidad.
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