Que todos los niños necesitan una educación
es algo harto repetido y aceptado por la mayoría de los mortales, pero todavía
no está claro qué educación es exactamente la que necesitan. ¿Se halla en las
clásicas normas y asignaturas la clave de un desarrollo personal satisfactorio
o sería acaso mejor recurrir a una formación más práctica, libre y
desprejuiciada? ¿Cumplen las escuelas con las necesidades del ser humano tal y
como están planteadas o residen estas en terrenos más salvajes y osados? Y, en
cualquier caso, ¿qué constituye verdaderamente una instrucción completa? El
segundo trabajo del estadounidense Matt Ross (que no terminó de convencer con 28 Hotel Rooms, 2012) aborda estas
cuestiones mediante una combinación de riesgo y convención ideal de cara a
llegar a la audiencia más amplia posible, lo que explica que posea dos
galardones tan diferentes como la mejor dirección de la sección “Un Certain
Regard” de Cannes y el Premio del Público de Karlovy Vary, habiendo conquistado
así a crítica y público por igual. Y es que, pese a partir de técnicas
narrativas formularias, el original guion del propio Ross logra adentrarnos en un
universo audiovisual tan atractivo como inquietante.
Aunque cínica y alocada, Captain Fantastic es una tierna mirada a la entidad familiar |
En Captain Fantastic (2016) el siempre arriesgado Viggo Mortensen encarna a un
hombre que lleva diez años viviendo en los aislados bosques del noroeste del
Pacífico en compañía de sus seis hijos, quienes han crecido (y siguen
creciendo) sin conocer otro modo de vida, pero no por ello descuidando el
ejercicio de cuerpo y mente. Así, duros entrenamientos físicos y vivos debates
filosóficos forman parte de una rutina ajena a la contaminación —tanto literal como metafóricamente hablando— del
mundo contemporáneo. La red, la telefonía móvil o la televisión prueban ser
prescindibles en lo que a la felicidad de los infantes se refiere, mas no así
el contacto con otros seres humanos. Muchos son, de hecho, los sentimientos que
no pueden explorarse en la sola compañía de la familia y la naturaleza, como
descubre antes que nadie (como es natural) el mayor de los hermanos —el rudo
pero encantador George MacKay de Mi vida
ahora (Kevin Macdonald, 2013) y Pride
(Matthew Warchus, 2014)—, para quien todos los conocimientos teóricos
adquiridos en el campo revelan ser fútiles a la hora de conquistar el corazón
femenino. Y es que, como no podía ser de otra manera, la familia es arrastrada
a la sociedad a causa de un acontecimiento relacionado con la bipolar
progenitora, cuya ausencia actúa durante la primera parte de la cinta como
único obstáculo al perenne bienestar de los personajes. De la noche a la
mañana, los siete protagonistas habrán de verse las caras con el orden
establecido, lo que dará lugar a algunos de los momentos más hilarantes de una obra
que sabe moverse con solvencia entre el drama y la comedia durante todo el
metraje.
La extravagancia domina el colorido cartel original de Captain Fantatic |
Así, las espectaculares
secuencias iniciales del filme, durante las que el preciosista director de
fotografía Stéphane Fontaine y el espiritual compositor Alex Sommers captan con
garbo la existencia humana más salvaje, ceden paso a otras más convencionales
en las que, evocando Pequeña Miss Sunshine (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006) —empezando, claro está,
por sendos hogares móviles en forma de furgonetas—, los personajes exploran las
relaciones surgidas, tanto entre ellos mismos, como con otros miembros de la
sociedad en la que acaban de aterrizar. La simpatía permanece, pero la crítica
social se acentúa, revelándose el mundo contemporáneo como un lugar hipócrita cuyos
delineados hábitos luchan en vano por tapar agujeros ideológicos insalvables.
Que la más pequeña de la familia sea capaz, no sólo de memorizar el código
legislativo estadounidense, sino también de reflexionar al respecto, mientras
sus supuestamente civilizados primos —receptores de la educación que sus padres
echan en cara al protagonista haber arrebatado a sus hijos— se limitan a poner
cara de circunstancia resulta tan desternillante como mordaz (y, lo que es
peor, verídico). A fin de cuentas, así funciona el sistema educativo: mucho
ruido y pocas nueces, o, lo que es lo mismo, apariencia grandilocuente que, a
la hora de la verdad, revela una insuficiencia plena. Sin embargo, para bien o
para mal, Matt Ross no se atreve a cuestionar por completo el orden
establecido, admitiendo que la idealizada existencia presentada posee, no ya
peligros, sino directamente sus propias carencias. “La virtud está en el
término medio”, parece decir Captain
Fantastic después de todo. Quizá esta no sea la conclusión más arriesgada
posible, pero sí es la más objetiva, así como la única viable para un producto decidido
a auspiciar la reflexión complaciendo al mayor número de espectadores. Y es que
para eso hace falta esperanza.
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