09 junio 2016

'Green Room': terror y extremismo

“Cuando recibí el guion en mi casa de Inglaterra, lo encontré tan terrorífico que tuve que cerrar con llave, encender el sistema de seguridad y servirme un whisky. Entonces supe que quería interpretar a Darcy Banker porque un personaje tan aterrador sería un reto increíble y daría lugar a una película irresistible”. Así habló Patrick Stewart, veterano de las icónicas sagas Star Trek y X-Men, de Green Room (2016), su fascinante incursión en el thriller de terror, donde conforma junto a Anton Yelchin (presente precisamente en los reboots de Star Trek), Imogen Poots, Alia Shawkat, Mark Webber y Macon Blair un reparto tan prometedor como relativamente desconocido que, precisamente por eso, resulta perfecto para encumbrar una de las sorpresas independientes del año. Y es que si algo logra esta cinta es sumir en oscura inseguridad a un espectador para quien el cuarto verde tendrá el mismo efecto de encierro que padecen los aterrados personajes.

Todo indica que pronto veremos mucho
más de la carismática Imogen Poots
Tras la excesiva Murder Party (2007) y la contenida (vale, hasta la escena final) Blue Ruin (2013) —ambas también con Blair, su actor fetiche—, Jeremy Saulnier parece haber encontrado el equilibrio con este inquietante thriller sobre una banda punk convertida en el blanco de una aterradora pandilla de skinheads tras ser a su pesar testigo de sus violentos actos. La propia película es pura violencia, si bien el buen gusto a la hora de representarla evita que el pánico se torne en desagrado (salvo cuando este es imprescindible, claro). De hecho, como sucede con el aclamado cine de Quentin Tarantino (con el que, por lo demás, Green Room tiene poco que ver más allá del forzado encierro de la decepcionante Los odiosos ocho, 2015), no es tanto la propia violencia, como el buen ritmo y los ingeniosos diálogos, lo que termina conquistando al espectador. Bueno, eso y unos notablemente definidos protagonistas que se ganan con rapidez nuestra identificación, provocando que sintamos el terror en nuestras propias carnes. Terror este provocado, tanto por lo que acontece en pantalla, como por la devastadora consciencia de la gélida maldad a la que los extremismos reducen al ser humano.

Curiosa imagen promocional de Green Room con
los dos bandos del desigual enfrentamiento
Para enfatizar la calidad del guion y el reparto, la fotografía de Sean Porter (de lo mejor de Kumiko: the Treasure Hunter, de David Zellmer, 2014) se mantiene estable en el interior del asfixiante cuarto verde, recurriendo empero a la cámara en mano para un tratamiento más visceral de las descontroladas escenas exteriores al mismo. Es la primera vez que Saulnier cede esta labor a un tercero, consciente de la importancia del plano visual para la atmósfera de un film donde también juegan un papel vital las localizaciones, que se resumen principalmente en dos: el espeluznante club tornado en prisión (y prácticamente en casa embrujada) y el misterioso bosque que lo rodea. Toda la cinta fue rodada en Oregón, a destacar el uso del Mount Hood National Forest para las escenas exteriores, lo que granjea un áurea de penetrante realidad y hechizante misticismo que vuelve la experiencia todavía más intensa.

La música está muy presente en el film, tanto a raíz del
concierto, como por el revelador debate que provoca
Green Room fue estrenada con éxito en el marco de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes del 2015, donde Jeremy Saulnier pronunció unas palabras tan inquietantes como el propio film: “crecí en Virginia en los 90, en la era anterior a la matanza de Columbine. Mis amigos y yo grabábamos películas gore en VHS, jugábamos en la calle a matarnos los unos a los otros con armas de juguete y a nadie parecía importarle. Luego alguien cruzó una línea y todo cambió. Los medios de comunicación y el cine se volvieron muy cautelosos. También tenía una banda punk. En realidad yo solo gritaba en el micro y mis amigos tocaban. Pero al menos con esta película he recuperado todos mis mitos de la juventud y a la gente le ha gustado. Es como un sueño”. Ciertamente, Saulnier puede sentirse orgulloso de haber entregado una gran obra para reflexionar sobre la violencia y el extremismo, así como, por supuesto, vivir una experiencia aterradoramente entretenida.

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